CARTA AL INVIERNO

CARTA AL INVIERNO

Paquita Romano

-------

Este invierno se vivió en números negativos: menos uno, menos dos, menos tres, menos cuatro.

Julio está embravecido, como si guardara un resentimiento por haber sido tibio estos últimos años. Volcó la helada sin piedad y el pronóstico promete que irá por más. Aunque esperado, el frío ya nos había hecho perder la costumbre de ver tantas plantas ennegrecidas, achicharradas. Las miro y me parecen tan sumisas y amedrentadas que quisiera susurrarles que todo va a estar bien. Van a rebrotar, aunque algunas de floración muy temprana, como el Eranthemum pulchellum, supongo que este año perderán la fiesta. Ahora solo queda esperar que atraviesen el proceso. A veces dejarlas tranquilas es todo lo que necesitan. Como nosotros mismos, cuando lo único que queremos es estar en paz para sobrellevar los fríos de la vida.

¿Cuánto tiempo habrá tardado la noche en deshojar el floripondio? ¿Cuánto la helada en decidir atreverse un poco más este año? La caída del floripondio estaba en el listado de eventos próximos, pero jamás había visto que el frío doblara la esquina, desnudara el torso y se llevara los Plectranthus, los Clerodendrum fragans maleducados que se vienen pasando de la raya y a los que mal no les venía un límite; las Persicarias molle y, mucho menos, que rozara las heliconias. Sigilosa avanzó, mientras yo… dormía.

Los amaneceres ahora son blancos. Ellas despiertan de a poco; son las diez de la mañana y aún les cuesta devolverle el color al cielo. Para el mediodía, la imagen será historia que volverá a repetirse mañana. Aun así, hay flores en pie. Los junquillos, los romeros rastreros y el Prunus mume andan vestidos de gala y me hacen creer que hay rosales perfumados en flor. Hay pimpollos peludos, hinchados y orgullosos, de magnolias despreocupadas. Acá se podan las rosas de las que rescatamos las últimas florcitas para el altar. Las carretillas se han vuelto espinosas y son un peligro, pero los desentendidos del jardín están a salvo cuando lo caminan solo de vez en cuando. La mayoría de los que habitan, de alguna manera, La Flor, no perciben los cambios y mucho menos la amenaza de una rama de rosa en el suelo. Miro mi rosa favorita, Blue Perfume, y alisto mentalmente que debo trasplantarla: ahora es el momento.

Los estanques se congelaron ayer y hoy aún más. Las hojas de los Aponogeton parecen atascadas en un vitral. Siento una necesidad sin causa de romper el hielo, y lo hago. Me gusta cuando los pedazos son grandes y flotan; es como una muestra gratis del rompimiento del glaciar Perito Moreno que contemplé maravillada de chica. ¡Sí! Es esa memoria, sin dudas, la que me atrae hacia el estanque tan temprano. Tengo mi pequeño glaciar ahora (nenúfares tropicales).

Si hay sol me abrazo al momento; si hay nubes, busco el limonero cargado de fruta aunque sea para ver una promesa en el amarillo. Los desayunos son simples: una caminata enfundada en mantas hasta la punta del lote en busca de mis dos mandarinas, que pelo de regreso mientras disfruto la gloria de tener ese árbol. Para cuando vuelvo a la cocina, terminé mi desayuno… y estoy congelada.

Las hormigas anduvieron por la huerta: se llevaron todos los plantines de Reseda alba que había plantado prolijamente el lunes, a veinte centímetros de distancia, un tanto elevados y ajustados con la presión exacta para que resistieran si intentaba tirar de ellos. Ni dos días me dejaron la ilusión de verlos crecer. Así son las leyes de la tierra.

Las gramíneas de crecimiento estival ya estaban secas desde el mes pasado y aún coronan el invierno con sus panojas luciéndose a contraluz. Y el helecho Pteris de la puerta de la biblioteca resucitó —ni sé cómo— y está espléndido. Hace siete años planté uno en ese lugar que no duró ni una temporada y ahora reaparece de la nada, no uno, sino varios, como si nunca se hubieran ido. ¡Tomate tu tiempo y volvé cuando se te dé la gana! Cosa de mandinga. No tengo idea de cómo pasó eso.

La Salvia involucrata, que hasta hace poco estaba en flor, está abatida. No la podo en altura para que lo que queda de su follaje proteja la base, pero aprovechamos para quitarle las ramas que caen sobre el seto de buxus. A los buxus no les gusta tenerla encima; les resulta un fastidio para su desarrollo, pero yo me olvido de eso cuando la veo en su esplendor. Así que, medios ralos donde la tuvieron montada, recuperan su libertad mientras yo me siento culpable.

¿Y quiénes andan contentas? ¿Quiénes, sino ellas… las anuales de crecimiento invernal? Aunque aún pequeñas, despliegan su poderío en la batalla contra el hielo. Por la mañana parecen afectadas, pero que eso no nos confunda: al mediodía recuperan su dominio con un “acá no pasó nada” escrito en sus hojas. Aunque las veo crecer lentas, ya aprendí que se toman su tiempo, y cuando casi queremos darlas por perdidas, pegan una estirada que parece de un día para otro. Sí, así es: un día nos despertamos y donde había una pequeña amapola, hay una señora amapola. Y me hago la pregunta que tantas nos hacemos con nuestros hijos: ¿en qué momento creció así? Por ahora no son más que cuatro hojitas valientes enfrentando el clima. Este año las resembré a principios de mayo, luego de agregar veinte centímetros de compost que se escapó de los canteros con las inundaciones, así que tendré que reforzar mi paciencia.

Las negadoras: las vincas, los buxus, las fresias laxas, los Carex divulsa, la Salvia procurrens, los Pittosporum, los liriopes… ellas tiñen de verde mi mirada. Como la persona que sale en remera en invierno, ni enteradas del asunto climático.

El Philadelphus resiste, amarillo; aún no se deshojó, como tampoco lo hicieron los manzanos de la entrada. Pero la calathea y las tibouchinas quizá hayan dado su suspiro final, y no lo sabré hasta la primavera. Deseo que la aristolochia a sus pies haya protegido al menos sus raíces, como lo hubiera hecho el mulch que recuerdo no haber colocado… cuando ya era tarde.

Y para completar el corso invernal, alguien debutó con “complejo de diva”. La Bermuda Celebration del frente del aula se vistió con un animal print de dudosa belleza. “Mancha de leopardo” se llama lo que me hace, otra vez, reforzar la práctica de “no hay nada que hacer”: solo esperar que rebrote mientras me debato entre si me parece un espanto o una genialidad de la naturaleza.

Las lluvias, que fueron el riesgo de marzo, se han mandado a mudar. Hace un mes que el cielo está en huelga. Riego al mediodía, una vez por semana, no más.

¿Y nos preguntamos qué va a pasar? ¡Queremos saber! ¿Cómo mirarías el jardín si te contaran que luego todo será mejor? ¿Cómo vivirías las mañanas heladas? No creo que la angustia que resuena en los pechos sea de frío. Otra vez tememos por el futuro; nos perturba pensar que podemos perder la primavera. ¿Y… quién sabe? Como siempre, algo quedará en el camino y el resto, a su tiempo, florecerá.

El jardín es un velo de novia; sus perlas en pausa aguardan el sol para caer. El alba embalsamada deslumbra en curvas y pliegues en las hojas que se tornan cobre cuando la luz las atraviesa. El álamo carolino parece haberse puesto de cabeza; sus ramas se disfrazaron de raíces. Ahora es majestuoso en toda estación.

Aún hay belleza a mi alrededor, mucha. ¡Qué goce!